La vida indigna de ser vivida


Algunos todavía nos llevamos las manos a la cabeza cuando vemos las condiciones de vida que tienen muchas personas en el mundo. Desde un punto de vista material, parece que es imposible tener una vida plena si no somos capaces de alcanzar una serie de recursos que consideramos básicos para la vida. En términos históricos esto no es del todo cierto.

Vayamos por partes. Si viajamos hasta los albores de la humanidad, antes del sedentarismo y la aparición de la ganadería y la agricultura, nuestros antepasados vivían en pequeñas sociedades donde la interdependencia de los individuos era crucial para la supervivencia del grupo. En este ambiente, aquellos que no aportaban lo suficiente, muchas veces eran apartados. Nos podríamos preguntar, y de hecho yo lo hago, qué es un aporte suficiente para el grupo.

En ese tipo de sociedad primitiva, la sociedad se dividía según las tareas necesarias para el grupo: cazadores, recolectores, curtidores, cuidadores, transmisores de conocimiento, gestores del acervo cultural del grupo en ámbitos como la legislación y la religión, armeros, artesanos, etc. Los miembros no se especializaban del todo, sino que, probablemente, iban incorporándose a las tareas según la necesidad y según la capacidad de cada individuo. Es muy posible que en caso de enfermedad, lesión irreversible, edad o cualquier otro motivo que se pueda pensar, la aportación del individuo al grupo no fuese acorde a las necesidades del mismo, y que este individuo fuese de alguna manera invitado a salir del grupo. Desconozco los protocolos de actuación de una sociedad de este tipo ante esta situación, pero se me ocurre pensar en expulsión y destierro, abandono en el medio del bosque, sacrificio ritual...

Con el sedentarismo y la aparición de la civilización surgieron sociedades más complejas, donde la acumulación de bienes en vida y en transmisión intrageneracional permitían a ciertos miembros de la sociedad poder hacer algo insólito: pertenecer a la sociedad sin aportar nada material a la misma. Eso sí, estos individuos en muchos casos tenían un papel fundamental en la gestión del patrimonio de su grupo de referencia, principalmente la familia. Cambió por tanto el grupo de referencia, de la tribu o clan, formado por un grupo de familias lideradas de alguna manera por un grupo de individuos que basaban la toma de decisiones en la tradición y que eran fácilmente acatadas por el resto de la agrupación, a la propia familia basada en principios de consanguineidad que convivía con otras familias a las que unía un acervo común y el respeto a unas costumbres y creencias similares, pero que no tenían el nexo de unión tan fuerte como lo tenían en la tribu. 

La evolución sistemática de las primeras sociedades urbanas hasta la actualidad ha ido fortaleciendo el individualismo en detrimento de la idea de grupo. En la sociedad actual, sigue existiendo la idea de comunidad, basada en muchos casos en los ideales surgidos en los últimos trescientos años en torno a los conceptos de patria, clase o raza, manteniéndose los más antiguos de religión, pertenencia geográfica y, por supuesto, familia. Sin embargo el concepto de individuo tiene más vigencia que nunca siendo la familia cada vez más reducida. Hace solo un siglo, sería impensable explicar algo como familias unipersonales, familias monoparentales, etc.

En la actualidad multitud de familias tiene dos o tres miembros, que rara vez engloban más de dos generaciones y son prácticamente el único vínculo social de pertenencia afectiva que tienen muchísimas personas en occidente. En Reino Unido o Galicia se están creando instituciones para tratar problemas como la soledad, es decir, personas que han perdido todo su vínculo con el resto de las personas. Si volvemos al inicio de la humanidad y vemos esos grupos de veinte o treinta personas que convivían repartiéndose las tareas entre unos y otros, podemos intentar evaluar qué situación era más beneficiosa desde un punto de vista emocional y de si esa pérdida de relación con la gente que nos rodea es una consecuencia irremediable o no de la sociedad materialista.

Tras este contexto evolutivo de la sociedad humana, vuelvo a plantear qué hacemos con aquellos que no son capaces de aportar lo que se espera que aporte para la sociedad. Podemos ponernos en el lugar de la sociedad primitiva, con muy escasos recursos para la supervivencia de todo el grupo, en el que tuvieran que "cargar" con un individuo que tuviese que ser mantenido por el resto. Quizá en esa situación, en esa lucha por la supervivencia, podríamos entender que aquellos miembros de la tribu menos favorecidos por su naturaleza, fuesen abandonados por el grupo. Aún así, los vínculos afectivos entre los miembros del grupo harán que el grupo luche por todos sus miembros, hasta el punto de que el propio individuo que se considera una carga, pida al grupo que lo abandone, dándose una situación muy humana: la empatía. Ahora bien, ¿estamos ahora en esa situación en la que éticamente necesitemos abandonar a miembros porque no aportan lo suficiente?

La vida indigna de ser vivida. Este concepto del siglo XIX que tanto éxito tuvo durante la Alemania de los años 30 nunca ha salido del subconsciente colectivo de la sociedad de consumo que, individualizada, ha conseguido un gran desapego por el resto de los miembros de la sociedad. Este concepto consiste en aliviar del sufrimiento a todos aquellos que van a tener una vida tan mísera que les hacemos un favor si acabamos con ellos: retraso mental, enfermedades congénitas, enfermedades degenerativas, taras físicas... Podemos extraer miles de dificultades que hacen que la vida sea mucho más complicada y que, desde algún punto de vista, la dignidad de la persona se vea comprometida.

Detrás de este pensamiento, desde mi punto de vista, caben dos supuestos que lo sostienen: la idea de que no tenemos recursos suficientes para todos y que hay que abandonar a aquellos que no aportan lo suficiente y la idea de que los vínculos afectivos solo existen en mi grupo de referencia.

Imagen Haikudeck


La segunda idea se ha ido gestando desde la revolución nacionalista y es aceptada por la mayor parte de la sociedad hoy en día. Señalar al diferente, al que tiene otro idioma, al que procede de otro lugar, al que tiene otro color de piel, otro pasaporte, etc. Nosotros, no es que seamos los buenos, es que somos nosotros, y vamos primero. Si uno de los míos, sea quien sea, necesita algo, sea lo que sea, él primero y los otros después, si algo queda. En algunos casos, ni aunque quede; si hay excedente, para el mañana, o para aumentar nuestro grupo. El individualismo puede ser positivo, ya que permite la responsabilidad de los propios actos, la satisfacción personal de lo conseguido por méritos propios y la capacidad desarrollar nuestra propia identidad sin las presiones que ejerce el grupo; pero cuando dejamos de lado nuestra condición de ser social y nuestro vínculo afectivo con el resto de personas, abandonamos una parte esencial de lo que nos hace humanos. En este sentido, buscar vínculos afectivos solo en nuestro grupo nos deshumaniza, nos aleja de términos como la solidaridad, la compasión y la decencia y nos convierte en presos de nuestro grupo de referencia excluyente.

La primera idea ahonda en el deseo humano por la acaparación de bienes. Es cierto que los recursos son escasos y no se puede dar todo a todos, pero en ciertos aspectos básicos, no hemos llegado a ese punto en el que es imposible que todo el mundo reciba una parte básica para que pueda vivir una vida digna de ser vivida: hay suficientes alimentos para alimentar a todo el mundo, hay suficientes medicinas y personal médico para que todo el mundo esté atendido, hay suficiente agua potable para todo el mundo, hay suficientes viviendas y suelo en el que vivir, etc. Es cierto que no hay coches para todos, no hay diamantes para todos y un largo de etcétera de necesidades a ser cubiertas que no están disponibles para gran parte de la sociedad, pero el no poder acceder a este tipo de bienes no convierte nuestra vida en indigna de ser vivida. Y por supuesto, al que sí puede no le hace más digno.

Según este razonamiento podría concluir que en la actualidad no existe ninguna vida indigna de ser vivida y, por lo tanto toda la vida merece ser respetada. Ninguna condición personal de raza, enfermedad, recursos económicos, procedencia y demás debe ser motivo de ser señalado de indigno. Detrás de estos argumentos están las bases de la exclusión social y la negación de compartir con el prójimo. No puedo dejar de pensar en esos enfermos a los que se les niega las medicinas, a esos niños a los que se les impide nacer, a esos refugiados que se les niega a cruzar una frontera, a esos ancianos a los que se les arrincona en una residencia; todos ellos son personas que se les ha arrebatado su dignidad, no que no la tengan, y por lo tanto, podemos devolverles esa dignidad y tener una vida que merezca la pena, con dificultades, pero bonita.

Comentarios